Lorca, Chéjov, Messiez, Veronese...


Vuelvo, tras varios meses de descanso -que os aseguro que me hacía mucha falta-, a ocupar mi lugar en esta butaca con vistas en la que me siento desde hace unos años y que os invito a compartir conmigo. En estos meses han sido varias las personas que me han animado a no dejar vacía la butaca; la última, mi amiga la estupenda actriz Ana Cerdeiriña, que lo hizo con palabras tan bellas que no he podido sino volver al asiento, cosa que hago con mucho gusto.

Con ella, precisamente, hablaba el otro día, tras ver la función «Espía a una mujer que se mata» -de Daniel Veronese e inspirada, como sabéis en «Tío Vania», de Chéjov-, de las versiones y las actualizaciones, de la manera de abordar hoy en día textos clásicos y de eso tan vaporoso y etéreo que es «el espíritu de las obras y los autores». Al día siguiente pude ver las «Bodas de sangre» que ha adaptado y dirigido Pablo Messiez, que ha recibido críticas -alguna de ella dolorosamente hiriente- por su manera de acercarse -y de acercar al público- el maravilloso texto lorquiano.

Voy a escribir una perogrullada. No es fácil poner en escena a autores como Chéjov o Lorca; tampoco a Lope de Vega, a Shakespeare, a Calderón o incluso a Eugene O'Neill. En primer lugar, porque estos autores escribieron para otra época, para otros espectadores, con otras circunstancias sociales y otras demandas. Sin embargo, el teatro es un arte vivo (como todas las artes, y por mucho que algunos responsables de centros municipales no lo vean así), que se hace por seres vivos y para seres vivos. Eso hace que un texto escrito hace dos mil años sea, en el momento de presentarse sobre un escenario, absolutamente contemporáneo. Otra cosa es que el texto sea mejor o peor, y que la versión o la interpretación merezcan la pena. Eso es harina de otro costal.

No digo tampoco nada nuevo si digo que los clásicos (y ahí incluyo desde el teatro griego hasta la gran dramaturgia del siglo XX) lo son porque siguen interpelando al espectador de hoy. El ser humano no ha cambiado tanto a lo largo de la historia, en lo esencial, y le siguen moviendo las mismas pasiones: el amor, los celos, el deseo, la envidia, el afán de posesión, la amistad... Una obra que bucee con sabiduría en cualquiera de estos sentimientos, tiene todavía (y tendrá siempre) mucho que decir a los espectadores actuales y a los futuros. Todo depende de cómo se presente.

Y aquí entran en liza los dos montajes a los que me quiero referir, los citados «Espía a una mujer que se mata» y «Bodas de sangre». Pablo Messiez decía en la presentación de esta última una frase, muy en la línea de lo que he comentado antes, que ilustra su trabajo con el texto lorquiano. «El presente compartido es lo que hace diferente al teatro -decía-; toda función es en presente. Y a la hora de hacer un clásico hay que traerla a este presente para que no sea un simple recitado». 

El dramaturgo argentino ha recibido críticas por, entre otras cosas, «actualizar» a Lorca y traicionar el espíritu del poeta andaluz. Messiez sitúa la obra en un «presente intemporal» y la aleja de todo folclorismo tópico. Pero García Lorca está presente en toda la función; su palabra se levanta limpia durante toda la función, y se escucha poderosa, especialmente en los últimos compases de la obra, en los que el texto, a mi juicio, se embellece mucho más. Sobre todo cuando la majestuosa Gloria Muñoz (La madre) toma la palabra. 

Hay decisiones poco comprensibles, a mi juicio, como la primera escena del bosque, con un trío que no aporta nada, como la encarnación del padre por una actriz (magnífica Carmen León, eso sí), o como la «justificación» de sus ideas con un prólogo de «Comedia sin título», que considero innecesarias; pero otras «aportaciones», como el «Pequeño vals vienés» que canta en la boda la mujer de Leonardo (maravillosa Guadalupe Álvarez Luchía), se convierten en estupendos aliados del texto lorquiano. El nivel actoral general es para mi gusto el principal lastre de la función.

«Espía a una mujer que se mata» es una nueva vuelta de tuerca al teatro de Chéjov por parte de Daniel Veronese. No es una versión de «Tío Vania», sino una reescritura del texto; y en ella yo no encuentro la preocupación por el paso del tiempo, la amargura finisecular por el sacrificio y el encierro que son (insisto, a mi juicio y desde mi punto de vista), elementos claves del desarrollo de la función. Veo la versión de Veronese más como una historia de amores frustrados y cruzados, de deseos contenidos, que funciona, y muy bien. Es, sin embargo, un magnífico trabajo de esencialidad teatral, con unos espléndidos actores que interpretan esta pieza de cámara con sus instrumentos afinados y remando en la misma dirección, y dejando en el espectador un agradable temblor.   

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