«El público», de Federico García Lorca


Pocos textos teatrales conozco tan turbadores y desconcertantes como «El público», de Federico García Lorca. El poeta granadino volcó en él angustias, inseguridades, pulsiones... Lluís Pasqual, el director que rescató hace treinta años la obra y la estrenó en el María Guerrero, hablaba de ella como una vomitona en la que Lorca echó todo lo que llevaba dentro. Solo así se pueden comprender los desesperados mordiscos al alma en que se convierten muchas de sus frases y de sus personajes, todos ellos monstruos del fecundo y soñador imaginario del poeta.

«El público», en efecto, es una obra tan enigmática como sugestiva y atractiva; lo es también la historia del propio texto, cuyo manuscrito entregó Lorca a su amigo Rafael Martínez Nadal poco antes de morir, con el encargo de que lo destruyera si le pasaba algo. No lo hizo, y cuarenta años después vio afortunadamente la luz.

Poético, oscuro, seductor, el texto de Lorca se asienta sobre dos pilares fundamentales: su homosexualidad y su necesidad de plantear un teatro nuevo desprovisto de corsés, de reglas. Las dos las grita, como grita su soledad y su incomprensión, en una pieza de difícil lectura y casi imposible representación. A «El público» hay que acercarse desnudo y con la intención de dejar empaparse por su belleza, por sus sugerencias, renunciando a entender de una manera convencional. Lorca no quiere contar una historia, quiere lanzar un grito suplicante y angustioso.

Àlex Rigola, como en su día hizo Lluís Pasqual en un montaje tan hermoso como imborrrable en el recuerdo, se convierte aquí en un «médium» que nos devuelve a la vida a García Lorca y corporiza sus, repito, oscuras palabras. El director catalán, apoyado en un hermosísimo espacio escénico de Max Glaenzel, espléndidamente iluminado por Carlos Marqueríe, compone un espectáculo de una belleza profunda y poética, con escenas conmovedoras. Sabe recoger el profundo dolor que emana el texto para llegar a los sentidos de los espectadores.

Cuenta para ello con una nómina de actores sobresaliente y absolutamente comprometidos, aunque cojea por una de sus patas fundamentales: el papel del director. No me canso de elogiar a Irene Escolar: a esta actriz no se la mira, se la admira. Concentra en su breve escena como Julieta una bulliente pasión, un ahelante deseo y sabe transmitirlo con emoción y claridad; es imposible despegar los ojos de ella cuando está en escena. Y en una línea similar destaca el trabajo de intérpretes como Nao Albert -la «Canción del pastor bobo» es turbadora-, Jesús Barranco, David Boceta y Juan Codina.

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