Fringe: Diario de un loco

Concluye hoy la segunda edición de Fringe, un festival que durante cerca de un mes ha llenado de proyectos el Matadero, ese privilegiado espacio que tenemos en Madrid, y del que me da la impresión que, como los iceberg, aun no hemos visto sino una pequeña parte de sus posibilidades. Del Matadero, como del cerdo, se puede aprovechar todo, y no hay mejor ejemplo que el espectáculo que vi el otro día -desgraciadamente, el único-: Diario de un loco, un monólogo basado en el libro de Nicolai Gogol (un autor que me marcó literariamente en mi adolescencia), dirigido por Luis Luque e interpretado por José Luis Pérez. El espectáculo se ha presentado en el tejado del Matadero, sobre la nave en la que está instalada la sala 2, y ha sido todo un descubrimiento; no sé a quién corresponde la idea de haber llevado hasta ese singular espacio la función, pero ha sido todo un acierto; no es que sea lo que suele llamarse un entorno privilegiado, pero sí propicia un clima muy especial que tiñe toda la representación.

En cuanto al espectáculo, he de decir que me sedujo desde el primer minuto. Ya he dicho que Gogol me tiene atrapado desde hace muchos años; ese es un buen punto de partida. La obra no tiene una sencilla traducción teatral, pero el trabajo desarrollado por Luque y García Pérez ha logrado magníficos frutos. El monólogo está primorosamente bordado; es un traje hecho a medida para el magnífico actor, y Luque lo ha cosido con la precisión del artesano para lograr que no se escape ninguna puntada ni aparezca ningún pliegue ni arruga incómodos.


Diario de un loco nos presenta a un "alto funcionario" ruso, Aksenti Ivanovich Poprishchin, cuya principal tarea en el ministerio donde trabaja es afilar las plumas para su director. A lo largo de los minutos se nos revela primero como un soñador, un filósofo de andar por casa, quizás algo pretencioso, preocupado por su entorno y por la situación política internacional, que le lleva en su delirio a creerse el Rey de España. José Luis García Pérez, un actor poderoso y brillante, brinda una interpretación llena de colores, de matices, cercana, y es fácil empatizar con su personaje; con sus ambiciones cotidianas, con su extraña lógica, con sus absurdas deducciones, con su amor imposible y finalmente con su incomprendido sufrimiento, que deja en el espectador un nudo en la garganta de difícil trago. 


Luque le acompaña limpiando con cuidado las piedras y guijarros que se puedan encontrar en el camino, y dándole ritmo a las palabras de Gogol, apoyado en cuatro colaboradores de lujo: Paco Delgado, autor del sugerente vestuario (el primero que hace para la escena desde su nominación al Oscar por Los miserables; Mónica Boromello, con su envolvente escenografía; David Hortelano, autor de la iluminación, y que aprovecha ese difícil momento del anochecer; y Luis Miguel Cobo, con breves y precisas pinceladas musicales que arropan al protagonista. Seguro que, como ha ocurrido con otros espectáculos del Fringe, su vida se prolonga más allá de este festival.

El Fringe es una soberbia iniciativa, que muestra una realidad cada vez más visible en nuestra escena: el inmenso talento y la firme determinación de seguir expresándose más allá de los veintiún obstáculos (y alguno más) que se ponen en su camino. Y para quienes despotrican de políticos y administraciones y en cuanto pueden sacan el tópico a pasear, no hay que olvidarse de que su organizador es el Ayuntamiento de Madrid, centro de muchas (justas e injustas) iras por parte de las (algunas) gentes de nuestro teatro.

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